Galileo, Brahe y los astros con melena. El Caso Galilieo (VII)


Durante el año 1618 visitaron nuestro planeta tres cometas. Como sabes, un cometa es uno de los astros más vistosos del universo, debido sobre todo a su hermosa cola o cabellera, a la que le deben su nombre: comae, en latín, significa cabello... Esa melena, como tal vez sepas, no sigue la trayectoria del cometa, sino que siempre está apuntando en dirección contraria al Sol, ya que es arrastrada por lo que llamamos el viento solar. Lo cual tiene un enorme interés, como veremos, si Dios quiere, en otra entrada.

La astrología, propia de adivinos y esa gente, consideraba que los cometas eran mensajeros de mal augurio. Y en este caso, no les faltaba razón: precisamente por esas fechas empezó la Guerra de los Treinta Años; casualidades de la vida. Sea como fuere, es caso es que en 1618 los cometas estaban de moda –eran trending topic– y muchos sabios hablaron sobre ellos. En concreto, el Colegio Romano –la universidad de los jesuitas– organizó cuatro conferencias sobre el tema, dictadas por un teólogo, un matemático, un filósofo y un retórico. El matemático fue Orazio Grassi, uno de los astrónomos más importantes de la época y firme defensor del modelo astronómico de Tycho Brahe. En su discurso, Grassi afirma –y, lo que es más importante, demuestra– que los cometas se encuentran más allá de la Luna. Vale, dirás, pues estupendo. Menuda noticia... Bueno, pues esa afirmación le sentó a Galileo como un tiro... ¿Y eso porqué? A ver si te lo explico.

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Como ya hemos visto, el principal enemigo de Galileo y los defensores del heliocentrismo era el modelo astronómico presentado por Tycho Brage, según el cual los planetas orbitaban entorno al Sol y este, junto con la Luna, giraba en torno a la Tierra. Ya hemos señalado que Galileo no encontraba nada que decir en contra de este modelo pues, desde el punto de vista matemático, es idéntico al de Copérnico. Pero, en realidad, el modelo de Brahe sí que presentaba una cierta dificultad teórica, lo que podía dar a Galileo una oportunidad: se trataba de la interesante cuestión de la impenetrabilidad de las órbitas planetarias. 

En aquella época, en la mente de todos los astrónomos estaba incrustada la idea de la existencia de los llamados orbes celestiales. Se trataba de una especie de esferas en las cuales se movían los planetas e impedían que se salieran de madre: formaban en el Cosmos una especie de barreras que los planetas no podían atravesar y que, de algún modo, los sostenían ahí arriba. 




La idea de los orbes celestes viene de los pitagóricos. Ellos pensaban que el Universo estaba lleno de una serie de esferas concéntricas, transparentes y rígidas, en las cuales se movían los planetas. Esa esferas permitirían que cada planeta girara libremente, pero sin salirse nunca de su lugar ni entrar el orbe de otro astro. De hecho, Pitágoras estaba convencido de que cada uno de los planetas, al moverse sobre la superficie de su propia esfera, la hacía vibrar como las cuerdas de un violín. De esta forma, cada uno de los orbes emitiría una nota característica, cuya combinación produciría la Música Celestial, una tonada que no podemos oír, pero que debía de ser la más bella de las melodías. Hermoso ¿verdad? Pero, bueno, eso es otra historia...

La teoría de los pitagóricos tuvo gran éxito durante dos milenios de astronomía, y era una de las pocas cosas en la que estaban todos de acuerdo. Según atistotélicos, las esferas estarían centradadas en la Tierra. Para los defensores del heliocentrismo, su centro sería el Sol. No deja de ser significativo que el título de la obra de Copernico se titulara precisamente De revolutionibus orbium coelestium, sobre los giros de los orbes celestes.

Podemos por tanto decir que los dos sistemas –el aristotélico y el copernicano–, aunque eran opuestos en casi todo, estaban plenamente de acuerdo en una cosa: que las órbitas de los planetas eran infranqueables. Ningún planeta, pensaban, podía salirse de su propio orbe y entrar en el de otro. En definitiva, y aunque a decir verdad nadie tenía ninguna prueba de ello, todo el mundo aceptaba pacíficamente la existencia de esas barreras celestiales... Y esto siguió así hasta que llegó Tycho Brage con su modelo de Universo.



Si te fijas en el dibujo, los tres primeros planetas –Mercurio, Venus y Marte–, atraviesan la órbita del Sol (el sombreado azul) e incluso se dan un buen paseo por dentro de ella, algo que parecía imposible para los astrónomos. No obstante Tycho Brahe consideraba que no tenía mucho sentido suponer que hubiera ahí en el Cielo una serie barreras sólidas que rigieran el movimiento de los planetas. ¿Que tamaño tenían? ¿Qué las sustentaba? Si existían, tendían que aguantar nada menos que el peso de un planeta ¿de qué material ultrarresistente y, a la vez, transparente, estarían hechas? Ya es casi milagroso que la cúpula de San Pedro se mantenga en pie, y eso que tiene solo unos setenta metros de diámetro y soporta unos pocos miles de toneladas de piedra...  ¿Como podía una cúpula de ese tamaño soportar el peso de todo un planeta?

En definitiva, y no sin cierta valentía –él sí que se oponía literalmente a todo el mundo– Tycho Brahe negaba la impenetrabilidad de los orbes celestes. Afirmaba que no había nada –al menos, nada sólido– que impidiera que las órbitas de los planetas se cruzaran. De esa forma, para entrar o salir de la órbita solar,  no era necesario atravesar o romper ninguna barrera... Por supuesto, si al final resultaba que las órbitas planetarias sí que eran infranqueables, su modelo de Cosmos se iría al garete. Detalle este del que era muy consciente Galileo...

Pero, ¿qué tiene todo esto que ver con los cometas? Pues es que resulta que los cometas, sin ningún tipo de consideración hacia los sabios astrónomos de la época, atraviesan no una sino todas las órbitas planetarias... Como sabes, esto astros nos visitan desde más allá de Plutón, y en su veloz vuelo hacia el Sol atraviesan una por una la órbitas de los planetas, tanto a la ida como a la vuelta. Y eso sin romper ningún cristal, ni frenarse, ni desviarse, ni nada parecido... En definitiva, el movimiento constante y casi rectilíneo de los cometas era una prueba excelente de que las órbitas planetarias no son impenetrables, desbaratando así la única pega que se le podía poner al modelo de Tycho Brahe. 

Pero no solo eso. Hasta que en 1705 Edmund Halley demostró lo contrario, no estaba nada claro si los cometas orbitaban o no entorno al Sol. Pero, lo que sí estaba clarísimo, es que su movimiento no era ni por asomo circular. Y eso era nada menos que una prueba experimental que contradecía de forma directa una de las hipótesis centrales de Galileo: que la forma natural del movimiento de los cuerpos era la circunferencia. 

Y, por si esto fuera poco, resulta que el comportamiento de los cometas le daba la razón a Brahe en otro aspecto. Cuando observamos un cometa, vemos que éste se dirige hacia el Sol casi en línea recta y a una enorme velocidad. Sin embargo, vaya usted a saber porqué, cuando pasaba cerca de nuestra estrella, da media vuelta y comienza a alejarse a toda pastilla. Y entonces, surge la gran pregunta ¿qué ha cambiado el rumbo del cometa?  Hoy sabemos que la causa es la gravedad solar, que ha agarrado al cometa y le ha obligado a dar la curva... Pero antes de que Newton propusiera esa fuerza, explicar el comportamiento de los cometas era sencillamente imposible... Imposible, si el Sol estaba quieto en el espacio. Pero, ¿qué pasaría si suponemos que el Sol se mueve? Bueno, pues, aunque se trata de algo un poco lioso, vamos a intentar explicarlo.  

En el dibujo de abajo a la izquierda se representa lo que hoy sabemos que ocurre en la realidad: debido a la fuerte atracción de nuestra estrella, el cometa –con su cola arrastrada por el viento solar–, traza una curva bastante cerrada y vuelve a salir disparado hacia el espacio exterior. Pero, claro: eso es lo que veríamos si estuvieramos mirando desde una nave espacial... Lo que de hecho se ve desde la Tierra es que, al principio, el cometa se acerca al Sol en línea recta. Luego, en el punto 2, pasa de largo y comienza a alejase hasta llegar al punto 3, donde cambia de dirección y vuelve a viajar hacia el Sol. En el punto 4 se cruzan y, a partir de ahí, el cometa se aleja de nuestra estrella hasta perderse en la inmensidad del Cosmos.




Fíjate ahora en el dibujo de la derecha, donde hemos representado las cosas según las ideas de Brahe: el cometa viaja tranquilamente en linea recta, como si fuera una bala perdida por el espacio, mientras que el Sol se mueve de forma circular. ¿Qué se observaría entonces desde la Tierra? Pues veríamos que, al principio, el cometa se acerca al Sol en línea recta (1) y el Sol, trazando su órbita, se acerca también al cometa... En cambio, a partir del punto 2, el cometa se aleja del Sol... Bueno, claro: en realidad, el cometa sigue su curso indiferente, y es el Sol el que se aleja de él. Pero, insisto, lo que nosotros veríamos desde la Tierra es que, mientras antes se acercaban, ahora se alejan el uno del otro... Esa distancia entre el Sol y el cometa, va aumentando progresivamente hasta llegar al punto 3, a partir del cual ambos astros vuelven a acercarse. Así llegamos al punto 4, a partir del cual Sol y cometa comienzan a alejarse hasta que, tras este romántico baile, cada uno sale de la vida del otro... Además de todo esto, el Sol, al cruzar el espacio, produciría algún tipo de corriente... La cual empuja la cola del cometa hacia atrás, como hace la estela de un gran buque con las algas... En fin: ¡todo exactamente como sucede en la realidad!

¡Tacháaan! Y así, sin trampa ni cartón, sin recurrir a fuerzas extrañas y sin forzar para nada las leyes de la física, el modelo geocéntrico de Brahe explica sin ningún problema el original comportamiento de los cometas. Algo que el modelo de Copérnico no puede hacer, por mucho que se empeñe. Así que... ¡diez puntos para el equipo de Tycho!

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En definitiva, los cometas eran una auténtica piedra en el zapato para todo aquél que quisiera defender el modelo de Copérnico. Bastaba con observarlos para ver que atraviesan las supuestamente impenetrables órbitas de los planetas, no viajan en círculos y, además, su movimiento se explica muy fácilmente suponiendo que es el Sol el que se mueve. Por todas esas razones, que se entiende que Galileo odiara los cometas... 

Bueno; en realidad, más que odiarlos, Galileo simplemente negaba su existencia. Y es que, ante todos los problemas que le causaban a su teoría, Galileo afirmaba que los cometas –agárrate– no son más que efectos ópticos que se producen en la atmósfera terrestre, como las auroras boreales o el arco iris. No tiene sentido preocuparse de si atraviesan o no los orbes celestiales, o de si viajan en círculos, en línea recta o haciendo tirabuzones: no existen y basta. Asunto solucionado: no podemos dejar que la cruda realidad nos estropee una buena teoría...

Por eso, cuando Grassi hablo de la existencia de los cometas y, sobre todo, dejó claro que sean lo que fueran no pertenecían a la atmósfera si no que estaban más allá de la Luna, Galileo, consciente de que eso fortalecía aun más el modelo de Brahe, decidió lanzarse al combate. Y eso, como veremos en la siguiente entrada, tuvo toda una serie consecuencias. 

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