Monólogo sobre dos sistemas del mundo. El caso Galileo (X)

 

En el año 1632 la mayor preocupación del Papa Urbano VIII no era precisamente el movimiento de los astros. La guerra de los treinta años (1618-1648) estaba en pleno auge y Roma se encontraba en la casi imposible tarea de poner de acuerdo a España y Francia. Como sabrás, al país galo no le hacía ninguna gracia estar rodeado por vecinos fuertes, y veía encantado que los estados alemanes y los Países Bajos se rebelaran contra España. Por eso mismo, y a pesar de ser un país católico, Francia defendía los intereses de los protestantes del norte de Europa. Por su parte, el Estado Vaticano intentaba ser neutral, algo que no le hacía ninguna gracia a España: los íberos pensaban que Roma debería apoyar a la católica España frente a los protestantes. Tanto es así que, el 8 de marzo de 1632, el cardenal español Gaspar Borgia acusó públicamente a Urbano VIII de no defender la fe católica con la claridad suficiente.

Como ya imaginarás, en esta tensa situación, el pobre Papa se veía especialmente obligado a evitar todo aquello que pudiera ser interpretado como tibieza por su parte a la hora de defender la fe. Y, justo entonces, en mayo de ese turbulento 1632,  llega a Roma el libro de Galileo, como si se tratase de una bomba de relojería.

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Vimos en la anterior entrada que Galileo, confiando en la solidez de su argumento sobre las mareas y en su amistad personal con el Papa, se decidió a escribir lo que pensaba que sería el libro que zanjaría de una vez por todas la cuestión sobre el tema del copernicanismo: su famoso Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.

Una de las cosas que llaman la atención cuando abres ese libro es que se parece más a una obra de teatro que a un texto de ciencia. En efecto, en sus páginas encontramos un coloquio sobre astronomía entre tres personajes. El primero, Salviati, apoya la posición de Copérnico y la defiende con todo tipo de argumentos, entre ellos el de las mareas. El segundo personaje, en cambio, sostiene las ideas de Aristóteles. Como verás, el nombre que Galileo eligió para este personaje no es indiferente: le llamó Simplicio... El tercero, Sagredo, es una especie de moderador imparcial. 

Galileo presentaba el libro como una mera discusión académica, sin decir en ningún momento cual de los dos tenía la razón... Pero, realmente, cualquier lector inteligente se da  cuenta enseguida de a dónde quería llegar el autor: los argumentos de Salviati se presentaban de forma clara y elegante, mientras que el pobre Simplicio expresa sus ideas de forma borrosa y algo ingenua... 

Además, y todo hay que decirlo, en el libro no aparece ni una sola mención a los trabajos de Tycho Brage, que, como sabemos, eran los que realmente ponían contra las cuerdas los razonamientos de Galileo... Pienso que si realmente el autor hubiera pretendido un diálogo noble –y valiente–, debería haber hecho que Simplicio expusiera los argumentos que formulaban los científicos de esa época, y no esa especie de pseudorazonamientos, algo ridículos y anticuados, que aparecen en la obra.

Y otra cosa más: ya hemos señalado que Galileo era amigo personal del Papa y en varias ocasiones hablaron precisamente de la investigación científica. Sabemos por varias referencias de la época que Maffeo Barberini tenía una opinión personal –y subrayo tanto "opinión" como "personal"– sobre la ciencia. Él consideraba que, al ser Dios omnipotente, podía hacer las cosas "saltándose" la conexión entre causa y efecto: es decir, que era posible que el comportamiento de la materia que nosotros observamos, se debiera a causas completamente distintas de las que nosotros conocemos. Bueno: pues este argumento –que deja bastante que desear– aparece en el Diálogo colocado en boca de Simplicio, precisamente de Simplicio. Y, aunque Galileo lo negaba por activa y por pasiva, no es de extrañar que muchos consideraran eso como un insulto personal al Papa... 

El Papa Urbano VIII

En fin: sea como fuere, el caso es que Galileo escribe el libro y, no sin ciertas presiones –y algún que otro engaño–, consigue que se lo publiquen. En efecto, Galileo, había conseguido que el encargado de dar la autorización necesaria para la edición del libro fuera uno de sus admiradores: Niccolò Riccadi, entonces maestro del Sacro Palacio en Roma. Tras bastantes presiones por parte del gran duque de Toscana, el pobre Riccardi acabó autorizando la publicación del libro siempre y cuando se hicieran algunos cambios, todos orientados a dejar claro que en el libro no se defendía el copernicanismo más que como una hipótesis. Ojalá Galileo hubiera hecho caso a esos consejos... Pero el caso es que introdujo tan sólo una pequeña parte de las variaciones y publico el libro casi sin cambios en Florencia, en 1632. Uno de los primeros ejemplares que salieron de la imprenta se lo mandó el mismo Galileo a Francesco Barberini, sobrino y mano derecha del Papa. Y, una vez más, demostró que le seguía faltando el "don de la oportunidad" y se metió en un buen lío...

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Como acabamos de ver, por la situación de guerra en Europa, el Papa Urbano VIII no podía permitir que se difundiera un libro como el Dialogo, escrito por alguien que se sabía que era su amigo y que, al menos aparentemente, contradecía un decreto del Index... Además, y tal vez esto era lo más importante, el Dialogo se había publicado con licencia eclesiástica de Roma, lo que podía entenderse como un apoyo por parte del Papa actual a algo que había sido señalado como contrario a la Escritura cuando gobernaba precisamente Pablo V... Y es que hay que tener en cuenta que precisamente Pablo V había mostrado en varias ocasiones su apoyo a España frente a los protestantes... Vamos, que la cosa no tenía ni pizca de gracia.

Sea como fuere, el hecho es que en junio 1632, algunas semanas después de que el libro llegara a Roma, Urbano VIII manifiesta con claridad su disgusto con el Diálogo, intenta detener su difusión y ordena que se forme una comisión para examinarlo a fondo. Y así, en octubre de ese año, Galileo –esta vez sí– fue llamado a Roma para que declarara ante el tribunal del Santo Oficio. Nuestro astrónomo, que sin duda no se esperaba eso, intentó dilatar el tema amparándose en su mala salud –tenía casi setenta años, bastantes para aquella época– y fue dando largas al tribunal. Afortunadamente, algunos de sus amigos le hicieron notar que no era buena idea enfadar a las personas que debían juzgarle... Así nuestro toscano llegó por fin a Roma el 13 de febrero del 1633, en una litera que le facilitó el mismísimo gran duque. Allí fue recibido por Francesco Niccolini, embajador de Florencia ante la Santa Sede, quien consiguió que Galileo pudiera alojarse en su residencia, el palacio Florencia, en vez de en la cárcel de la Inquisición, como era lo previsto. 

Iglesia de Santa María Sopra Minerva,
donde se desarrolló el juicio contra Galileo.

Vaya usted a saber por qué, el caso es que a pesar de todas las prisas para que Galileo llegara a Roma, no fue hasta dos meses después, el 12 de abril, cuando fue llamado a declarar. Durante todo ese tiempo, Niccolini había ido hablando con distintas autoridades eclesiásticas para conseguir amortiguar la acusación hacia su protegido. Por fin, el tribunal del Santo Oficio decidió que en el juicio se limitaría a una única acusación: la de desobediencia al precepto de 1616, en la que se había conminado a Galileo a no defender el copernicanismo más que como una hipótesis.

No sabemos a ciencia cierta si recibió consejos de alguien o actuó por cuenta propia, pero el caso es que cuando Galileo declaró ante el Santo Oficio empleó una estrategia algo peculiar: se limitó a afirmar que se le juzgaba sin razón pues no era cierto que en el Diálogo se defendiera el copernicanismo. Es posible que Galileo no supiera entonces que ese particular ya había sido estudiado antes del proceso y todos los informes declaraban sin lugar a dudas lo contrario. El caso es que, tras esa declaración, Galileo se puso a sí mismo en el lugar de un acusado que se empeña en negar un hecho que ya había sido comprobado por sus jueces. El tribunal decretó su prisión cautelar hasta que se fallara su caso y, una vez más, las buenas artes del embajador de Florencia se hicieron notar: logró que Galileo quedara recluido no en una celda sino –fíjate lo que son las cosas– en las mismísimas habitaciones del fiscal de la Inquisición. Ahí permaneció diecisiete días, hasta el 30 de abril.

Durante ese tiempo, el padre Vicenzo Maculano, comisario del caso, buscó y encontró una solución de compromiso para desbloquear el proceso y acortar los tiempos: convencer a Galileo para que reconociera que el Diálogo era copernicano y, por lo tanto, que había desobedecido las indicaciones recibidas en 1616. De este modo, se podría resolver con rapidez el caso y, a la vez, tratar al científico con más indulgencia, algo que todos deseaban hacer. 

Así, el 30 de abril de 1633, Galileo declara ante los cardenales del Santo Oficio que, una vez releído su propio libro, tres años después de haberlo escrito, había caído en la cuenta de que –no por mala fe, si no por vanagloria– había expuesto los argumentos a favor del copernicanismo con una fuerza que él mismo no creía que tuvieran. Y dice, en concreto, que no considera que sus argumentos fueran concluyentes.

Hecha esta declaración –que, como todas las actas, se puede leer aquí, en la página 130 y en italiano–, las cosa fueron más rápidas. Galileo pudo regresar al palacio del embajador ese mismo día y no tuvo que volver a juicio hasta el 10 de mayo para plantear los argumentos en su defensa. Ese día Galileo presentó ante los jueces el original de una carta que, a petición suya, le había escrito el cardenal Belarmino. En esa carta se decía claramente lo que ya sabemos: que en 1616 Galileo no tuvo que abjurar y que se le había comunicado la decisión del Index. De esa forma, Galileo reiteraba que, al escribir el Diálogo, había actuando de buena fe y sin ninguna intención de contradecir lo que se le había indicado. 

Por fin, el 16 de junio, el Papa, reunido con seis de los diez cardenales de la Inquisición, decretó que Galileo debía disipar dudas abjurando de la sospecha de herejía delante de la Congregación en pleno. Tras la abjuración, se le impondría la oportuna condena de prisión y su obra, el famoso Diálogo, quedaría incluido en el Index entre los libros prohibidos. 

Galileo ante el Santo Oficio, por Joseph-Nicolas Robert-Fleury.


Así, el miércoles 22 de junio Galileo volvió a comparecer ante el tribunal, donde se le leyó la sentencia y abjuró públicamente de su opinión acerca del movimiento de la Tierra. No hay duda que para nuestro científico debió de ser un duro trago, pues, para que no quedara ninguna duda, el acto se desarrolló en presencia de mucha gente y de una forma relativamente humillante. 

Gracias a que contamos con las actas de esa sesión, podemos señalar dos cosas que tienen cierto interés. La primera es que la sentencia está firmada solo por siete de los diez jueces del proceso, aunque no consta que ninguno de ellos estuviera ausente ese día. En segundo lugar, en la sentencia no se cita en ningún momento al Papa. Y esto tiene cierta importancia pues, aunque las cosas se hicieron conforme a los dictados de Urbano VIII, el documento no puede considerarse, ni de lejos, un documento papal...

Al día siguiente de la abjuración, el jueves 23 de junio, el Papa en persona conmutó la pena de cárcel que se había impuesto por un arresto en Villa Medici, a donde fue llevado Galileo el viernes 24. Por fin, y en atención a su mala salud, el día 30 se permitió que Galileo cumpliera su condena en la residencia de su amigo el arzobispo Piccolomini, en Siena, a donde llegó el sábado 9 de julio. Acaba así, por fin, la pesadilla romana de Galileo.

Galileo con sus discípulos en la quinta de Arcetri

Algunos meses después, el primero de diciembre, Galileo recibió por fin la autorización necesaria para volver a su casa de Arcetri, a las afueras de Florencia, donde permaneció hasta su muerte, el 8 de enero de 1642. Durante todos esos años, Galileo siguió sin obstáculos con su labor científica. Fue en esa época cuando escribió la que es, sin duda alguna, su obra más importante desde el punto de vista científico: Discursos y demostraciones en torno a las dos nuevas ciencias. Es en este libro donde el genio toscano plantea las bases de la mecánica, que sería desarrollada a lo largo de ese siglo hasta alcanzar, con Newton, la formulación que marcaría el nacimiento definitivo de la ciencia experimental moderna.

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