Ingredientes para un proceso. El caso Galileo (IV)



En 1616 la Inquisición romana recibió la acusación –anónima, dicho sea de paso– según la cual Galileo defendía en sus clases y discursos una doctrina formalmente herética. Lo de "formalmente herética" es bastante importante, pues estrictamente hablando, lo que defendía Galileo no era –al menos, de momento– una herejía. Quiero decir: si hubiera defendido, por ejemplo, que Jesús no era Dios, habría podido ser acusado por hereje, pues tal doctrina había sido declarada como herejía hacía más de mil años, en el 381. Pero defender que la Tierra giraba en torno al Sol nunca había sido declarado como herético por ninguna autoridad eclesiástica. Si se puede decir así, Galileo se encontraba en una especie de "vacío legal": había que estudiar si la teoría heliocéntrica se oponía o no a la verdad revelada, y precisamente en eso consistió el proceso de 1616.

En realidad, que algunas personas dijeran que sus ideas contradecían la Biblia era algo que preocupó mucho a Galileo, que era, no lo olvidemos, un hombre creyente y bastante religioso. Así, en 1613, escribe dos cartas –una al profesor Benedetto Castelli y otra a la duquesa Cristina de Lorena–, donde afirma que el heliocentrismo no era opuesto a la Revelación. Su argumentación en esas cartas es bastante sólida, subrayando que la Sagrada Escritura no pretende enseñarnos ciencia: la Biblia nos dice cómo hay que ir al Cielo, y no cómo se mueve el Cielo. El texto sagrado, en efecto, se acomoda a lo que la gente pueda entender, y de la misma forma que está escrita en hebreo antiguo y no en hebreo moderno, utiliza expresiones y modos de decir de la época en que fue escrita. Y cualquiera de nosotros, cuando habla, dice que "ha salido el Sol", sin que eso signifique que pensemos que el Sol se mueva...

Esto de que no había que interpretar la Biblia a la letra era algo sabido por todo el mundo, y de hecho no faltaban ejemplos en los que la Iglesia había interpretado algunas expresiones del Libro Sagrado.  Es cierto que el entonces reciente concilio de Trento –clausurado en 1563–, había insistido en que los cristianos no debían admitir interpretaciones del la Biblia que se apartaran de las tradicionales. Sin embargo, el mismo concilio aclaraba que esto se refería a cuestiones relacionadas con la fe y la moral. Y el movimiento de la Tierra no parecía entrar en ese ámbito, a no ser de una forma muy indirecta.

Entonces ¿por qué tanto revuelo por las ideas de Galileo? Al fin y al cabo, la obra de Copérnico, cuando salió en 1546, no había causado tanta conmoción. Y lo mismo podría decirse de las opiniones de muchos escritores, tanto anteriores como contemporáneos de Galileo, que también eran partidarios de la teoría heliocéntrica. Pienso que para entender bien esto, hay que tener en cuenta tres cosas.

Una imagen de Lutero.

La primera de ellas es que, precisamente en esos años, el enfrentamiento entre protestantes y católicos era especialmente fuerte e incluso violento... Y no se trataba solo de un problema teológico, si no que tenía una gran deriva política: en esos años Europa entera se encontraba dividida en dos facciones y estaba a punto de romperse la paz en la que vivían los distintos países de la cristiandad. De hecho, la Guerra de los Treinta Años estalló poco después del proceso, en 1618. La Iglesia, entonces como siempre, tenía entre sus manos el delicadísimo papel de templar gaitas en todo el continente, intentando evitar extremismos y reconciliar posturas. Por eso, en aquellas circunstancias históricas, Roma era especialmente sensible con los que interpretaban la Biblia por su cuenta, y más tratándose de alguien que, como Galileo, no era un experto en teología. Porque una cosa es que Galileo dijera que la Tierra se movía y otra muy distinta, que se metiera a opinar sobre cómo se debe interpretar la Biblia. Desde luego, precisamente en aquellos años, con la amenaza de una guerra, no estaba el horno para bollos...

El segundo tema a tener en cuenta es la figura de Giordano Bruno, que había sido juzgado por la Inquisición de Roma poco antes, en el 1600. Por desgracia, del juicio a Giornano Bruno no tenemos mucha documentación pues, en 1810, Napoleón se llevó a París una gran parte de los archivos vaticanos. Cuando estos documentos fueron restituidos, ente 1815 y 1817, se perdieron bastantes papeles y, entre ellos, la última parte del proceso a Giordano. No obstante, sí que conservamos una especie de resumen del proceso, escrito en 1598, donde podemos leer que –si se me perdona por decirlo– el acusado debía de estar algo mal de la cabeza... Giordano Bruno –agárrate– defendía una especie de panteísmo en el que prácticamente identificaba a Dios con el Universo en su conjunto. En ese contexto, negaba prácticamente todo lo que afirmaba la Iglesia: la Santísima Trinidad, la Encarnación de Cristo, la virginidad de María... Afirmaba que Cristo había cometido pecados, que existía la reencarnación, que no había ninguna ley moral... Vamos: de todo.

Giordano Bruno fue detenido en Venecia en 1592 y enviado a Roma para ser juzgado por la Inquisición. En el 1600 se le presentó la lista de afirmaciones suyas que se consideraban heréticas, pero, gracias a Napoleón, no sabemos en concreto cuales eran. Lo que sí sabemos con seguridad es que Bruno no quiso retractarse, con lo que la Inquisición le declaró no solo hereje si no también contumaz. Acto seguido, fue entregado a las autoridades civiles de Roma, y –los muy cafres– le quemaron vivo en la romana plaza de Campo de'Fiori.


En 1889 se colocó esta estatua de Giordano Bruno
en Campo de'Fiori, donde tuvo lugar su ejecución.

Aunque el caso de Giordano Bruno se ha citado como un ejemplo de oposición entre ciencia y fe, lo cierto es que sus ideas eran bastante poco científicas. No es que quiera, ni mucho menos, justificar su horrible muerte. Pero sí que me parece importante señalar que sus ideas científicas no tuvieron nada que ver con su condena. Y es que resulta que Giordano, entre otras muchas cosas, defendía la hipótesis de Copérnico. En efecto, consideraba que el universo era infinito y que la Tierra era un planeta como otro cualquiera, sin ninguna peculiaridad. El heliocentrismo de Copérnico, al mostrar que la Tierra no es el centro del Universo, reforzaba la idea de que tampoco Jesucristo –que era terrestre, al menos eso no lo negaba– fuese alguien especial. Bruno negaba que Jesús fuera Dios, y lo consideraba sin más un brujo especialmente brillante. Por eso asumió, sin entenderlas realmente, las ideas del pobre Copérnico y afirmó sin más que "la ciencia le daba la razón". Ay, ciencia, en qué líos te meten...

Por supuesto, cuando a la Inquisición le llegó el caso de Galileo, todavía estaba reciente el juicio de otro """"copernicano""" (así, con tres pares de comillas), y podemos pensar que algo debió de influir en los jueces. Sobre todo si tenemos en cuenta que en el juicio de Giordano Bruno intervinieron dos cardenales que tendrán gran importancia en la historia que nos ocupa: Camillo Borghese, quien –con el nombre de Pablo V– sería el Papa de esa compleja época, y Roberto Belarmino, que sería el presidente del tribunal que examinaría las tesis de Galileo. Menudo panorama...

Por último, es tercer detonante para el caso Galileo, ya lo hemos comentado antes: simplemente, el genio toscano tenía una actitud muy fuerte con los que se oponían a sus ideas, y se había procurado la enemistad de muchos poderosos. Estos tres ingredientes –el problema de la reforma y la amenaza de la guerra, la reciente condena a Giordano Bruno, y la falta de diplomacia de Galileo– formaron una especie de mezcla explosiva que tuvo como consecuencia el proceso de 1616.

<El Caso Galileo (I)

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