¡Te pillé, Darwin! Intelligent Design (II)
Si llevas algo de tiempo siguiendo este blog, sabrás que Darwin es uno de mis ídolos. Me parece un grandísimo científico, que realizó –con rigor y profundidad– una inmensa tarea de análisis de las distintas especies antes de proponer su teoría. Además, como vimos en esta otra entrada, supo reconocer los límites de su estudio y, aunque se declaraba agnóstico, tuvo la honradez de dejar claro que su teoría era perfectamente compatible con la fe en un Dios Creador.
En este contexto, no deja de ser admirable que el mismo Darwin quisiera mostrar la forma en que se podría probar que su teoría era falsa. Como lo oyes: con una valentía bastante loable, en su libro “El origen de las especies” escribe lo siguiente: “Si se pudiera demostrar la existencia de un órgano complejo cualquiera, que no haya podido ser formado por modificaciones numerosas, sucesivas y ligeras, mi teoría se desmoronaría”. Así de claro lo dice.
Por supuesto, esta afirmación fue un caramelito para todas aquellas personas que estaban en contra del evolucionismo. ¿Tan fácil nos lo pones? Muchos autores se frotaron las manos y se pusieron a probar suerte con diversos órganos complejos: el ojo de los vertebrados, el sistema de sonar de los murciélagos, el sistema de defensa del escarabajo bombardero (busca este último en la web: es genial). Pero claro: resulta que no es tan fácil demostrar que algo no haya podido formarse por pasos sucesivos, y los esfuerzos de los retractores del darwinismo se vieron frustrados... al menos hasta hace unos cuantos años...
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Ese señor con aspecto tan simpático que sale en la portada de este artículo es Michael Behe, profesor de bioquímica de la Lehigh University en Pensilvania. En 1996 a Behe le dio por escribir un libro, Darwin's Black Box, que produjo un cierto terremoto en el mundo científico.
Vamos a intentar explicar las ideas de Behe con un ejemplo por todos conocido: la clásica trampa de ratones. En este artilugio asesino encontramos cuatro piezas acopladas que hacen que funcione. En primer lugar, tenemos el martillo o cepo (la pieza con forma de cuadrado que atrapa al ratón). Tenemos también el muelle que dispara el martillo y el seguro o gatillo, que mantiene el martillo en su sitio y que lo libera cuando el ratón lo toca. Por último, pero no por ello menos importante, tenemos la tabla que soporta todo el "mecanismo".
Ahora bien; es importante que nos demos cuenta de que estos cuatro elementos de la trampa son imprescindibles para que la ratonera funcione: una trampa sin muelle –o sin gatillo– no cazaría ningún ratón. Basta con que falte una cualquiera de las cuatro piezas para que el mecanismo no funcione. Incluso, bastaría con que una sola de la piezas no encajara bien con las demás para que el resultado sea una cosa completamente inútil. En cambio, si te fijas, el queso que hace de cebo no es imprescindible: una ratonera sin queso también puede cazar ratones. Pocos cazará, es ciento, pero puede hacerlo. Así, una ratonera sin queso, funciona. Pero una ratonera sin muelle, no.
Vale, pero ¿qué tiene todo esto que ver con Darwin? Un poco de paciencia...
Construir un sistema con piezas imprescindibles, como las de una ratonera, no es algo difícil de hacer para un ser inteligente. De hecho, casi todos los artilugios que construye el hombre tienen esa característica. Como sabemos lo que queremos hacer, buscamos las piezas necesarias para fabricarlo y, en la medida de lo posible, procuramos usar solo las imprescindibles: nadie hace un coche con cinco ruedas o una bici con dos manillares... Como el ser humano tiene inteligencia –al menos algunos– cuando quiere construir algo elige y junta las piezas necesarias para que funcione. La inteligencia del hombre, como es capaz de proyectar y, por tanto, actuar pensando en el futuro, puede tomar algo completamente inútil, como puede ser una ratonera a medio fabricar, y añadirle una pieza –como el muelle, por ejemplo– para que funcione.
La inteligencia, pues, permite al ser humano trabajar con algo inútil con vistas a un resultado futuro. Pero, ¿puede la naturaleza –que no es inteligente– hacer eso mismo? ¿Pueden el azar y la selección natural construir un sistema con piezas imprescindibles? Pues parece que no.
Como sabes, una de las ideas centrales de Darwin es que los órganos de los seres vivos se han desarrollado a través del perfeccionamiento progresivo de órganos anteriores. Así, las asombrosas mandíbulas del tigre surgen del perfeccionamiento paulatino de la boca de un animal anterior; el cuello de la jirafa, de la mejora progresiva del cuello de la generación anterior; etc. Y lo mismo puede decirse del ojo de los mamíferos, la lengua de la rana, el sonar de los murciélagos y tantos otros órganos complejos que se encuentran en la naturaleza: surgen del perfeccionamiento de algo anterior. La evolución, precisamente porque no puede pensar a futuro, solo puede trabajar con cosas que funcionan, que son útiles. Una mandíbula que no sirva para morder no será nunca perfeccionada por la evolución.
Por tanto, ¿puede un sistema con piezas imprescindibles ser consecuencia de la mejora de un sistema anterior? ¿Es posible, por seguir con el ejemplo, que una ratonera surja por evolución de una trampa anterior a la que le faltara alguna de sus partes? Recuerda que una trampa incompleta no funcionaría, y la naturaleza es bastante estricta con las cosas inútiles: un sistema que no sirve es eliminado por la selección natural. Otra cosa muy distinta sería que una ratonera sin queso evolucionara hacia una ratonera con queso: en este caso, tendríamos una cosa que funciona y que la evolución –añadiendo el cebo– haría que funcionara mejor. Pero una cosa que no es útil no puede ser perfeccionada por la selección natural.
Bueno, pues esta es a grandes trazos la idea central de Behe en su libro. Según este autor, ningún órgano que, como la ratonera, estuviera compuesto por varias piezas imprescindibles (lo que el llama un órgano con complejidad irreductible, menudo nombrecito) puede surgir del perfeccionamiento de algo anterior, pues cualquier órgano precursor sería algo inútil, como una ratonera sin muelle. Y, por tanto, ningún órgano con partes imprescindibles puede ser el resultado de un proceso evolutivo darwiniano.
Ahora bien: ¿existen en la naturaleza órganos así? Pues parecería que no. Un ojo sin párpado, por ejemplo, es útil, pues sirve para ver. Una pata sin rodilla sirve para caminar y una mandíbula sin caninos puede morder... ¿Existe algún órgano de un ser vivo que esté formado por piezas imprescindibles?
Behe acude entonces a su especialidad, la bioquímica, para mostrar que en el mundo microscópico –a nivel celular, en concreto– sí que existen órganos que tienen varias partes imprescindibles. Son muchos los sistemas que él presenta en su libro, pero aquí nos centraremos en aquél que tal vez sea el más famoso: el flagelo bacteriano.
El flagelo es una especie de motor que tienen algunas bacterias para desplazarse. Se trata de un sistema muy similar a la hélice de los barcos: no es otra cosa que una especie de "pelillo" que la bacteria hace girar en torno a un eje, para formar una corriente que empuja a la célula como si fuera un lancha fueraborda. Y no es una comparación exagerada: en proporción a su tamaño, algunas bacterias duplican la velocidad del guepardo...
El estudio microscópico muestra que el flagelo bacteriano –tan sencillo como parecía– es un verdadero prodigio de la naturaleza. Y resulta que se trata de un motor rotatorio, en el sentido estrictamente mecánico de la palabra. Quiero decir, que está compuesto por un rotor, un estator, un eje central, cinco anillos de anclaje, unos cuantos pistones, e, incluso, un sistema de inyección de combustible y eliminación de residuos. Un motor millones de veces más pequeño que la punta de un alfiler y capaz de girar a más de diez mil revoluciones por minuto.
El flagelo, como digo, es una auténtica maravilla de la naturaleza. Pero lo que a nosotros nos interesa ahora es que –como tal vez habrás adivinado– resulta que todas y cada una de las piezas del flagelo son imprescindibles para su funcionamiento. Efectivamente, un flagelo sin rotor –o sin eje, o sin uno cualquiera de los anillos de anclaje–, sería algo completamente inútil. Vamos, es que bastaría con que una sola de las piezas no encajara a la perfección para que el motor dejara de girar. El flagelo es, por tanto, un sistema compuesto por piezas imprescindibles. Y como hemos visto antes, según las ideas de Behe, los sistemas así no pueden formarse por un proceso evolutivo.
Así que, ¡hala! que tiren la teoría de la evolución por la ventana.
Pero, bueno; ya te imaginarás que no es tan sencillo. Las ideas de Behe son, sin duda, muy interesantes y sólidas: como anunciaba ya en la portada de su libro, sus estudios fueron un auténtico desafío a la teoría de la evolución. Y, de hecho pusieron en jaque durante bastante tiempo a los defensores del darwinismo. Pero, para bien o para mal, tras no pocos esfuerzos por parte de varios científicos, en los primeros años de este milenio la cosa cambió.
En efecto, con el tiempo se ha comprendido que Behe no tuvo en cuenta un cierto detalle, pequeño pero de enorme importancia, que invalida –o al menos cuestiona– las conclusiones de su trabajo. Y, por increíble que te parezca, el bichejo tan curioso que sale a la derecha tiene parte de mérito al poner en claro esa realidad. Una de las peculiares características de este animalito nos pone en la pista de como se resuelve el "desafío de Behe", y varios estudios posteriores acabaron de corroborarlo.
Pero me temo que esta entrada ya es demasiado larga, así que lo dejaremos para la siguiente.
Por cierto, que si quieres saber más del flagelo, como funciona y todo eso, aquí tienes un video que te puede interesar.
En realidad es solo una teoría la de la evolución.
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